Domingo 16 de noviembre de 1997, hace frío en esta parte del hemisferio, aunque también hace frío dentro de mí. Algunas tardes que lucen como noches suelo sentarme en la sala con una taza de té caliente esperando algo, algo que no sé bien qué es, tal vez sea el bienestar. Me gusta agarrar mi cuaderno gris y leer esos relatos que escribí cuando la tristeza no había consumido mi cuerpo. ¿Cómo podré sobrellevar la pesadumbre de mi alma? Es habitual para mí el hecho de tener el estómago sellado por el agobio de los pensamientos inmanejables, dueños de sí mismos, impidiendo a toda costa que los silencie. Me quedo despierta toda la noche acurrucada en el sofá, envuelta en una cobija negra con estrellas que compré una tarde de otoño en una feria de mujeres. Mi mente empieza a querer entrar en la dimensión onírica, al parecer está amaneciendo o eso me indica un rayito de luz que intenta asomarse por las hendijas de la ventana. 

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